Muchos se niegan a advertir que aquí, en los últimos cuarenta años, ha ocurrido una revolución. Una clase social ha ascendido al poder. El viejo país bipartidista ha sido desbordado, y todo lo bueno y lo malo del poder que gobernó a Colombia durante dos siglos será arrastrado por este viento, que tuvo la oportunidad de ser el gran reinventor del país, pero que será posiblemente recordado como un viento de demoliciones.
El poder que nos gobierna no es un ser bueno o malo, sino una fuerza histórica que se ha medido con los viejos poderes, aprovechando sus talentos, sus inventos, sus defectos, para la tarea asombrosa de demoler un orden de siglos. No le alcanzó su ambición para ser capaz de construir un país nuevo, más justo, más equilibrado, más digno, aunque tuvo todo en sus manos para hacerlo.
Increíblemente, un hombre habrá sido capaz de gobernar a Colombia durante más de una década. Y nadie puede dudar de que la ha gobernado. Con inteligencia, con memoria, con laboriosidad, con desvelo, con arrogancia, con cinismo, con audacia. A su lado todos los gobernantes anteriores de Colombia prácticamente desaparecen.
Y es una lástima que eso no signifique que Uribe Vélez salvó al país. Pero es natural que sea así. A los países no los salvan unos cuantos hombres, por hábiles que sean; los países tienen que salvarse a sí mismos y Colombia es todavía una democracia de ventrílocuos, donde lo que dicen las mayorías no parece salir de sus corazones: casi se ve el movimiento de los labios que dictan las verdades.
Todo el mundo sabe qué poder es éste. Todo el mundo en Colombia lo sabía hace ya ocho años. Pero muchos que lo ayudaron a triunfar fingen ahora estar sorprendidos con sus políticas, con sus audacias, con sus maniobras. Después de haberle entregado todo quieren dar marcha atrás, volver al regazo tibio del viejo país del bipartidismo. Pero el bipartidismo dos veces secular ha muerto en Colombia y los actuales dueños del poder son gentes distintas. El viejo establecimiento forma ahora parte de su servidumbre y me temo que no sobrevivirá como casta al experimento.
Colombia empieza a caminar por lo desconocido. Si no fuera por lo terribles que se anuncian los hechos, uno podría sentir la satisfacción de que una era tan oscura haya sido clausurada. Aquella democracia de fachada, con sus prohombres, sus oradores, su aristocrática prensa libre, su formal división de los poderes públicos y sus ostentosas garantías constitucionales siempre exhibidas ante el mundo y siempre negadas a los propios ciudadanos por un eterno decreto de turbación del orden público, con su elocuencia y su elegancia, y por debajo de todo su incesante río de sangre, va a ser sustituida, ya lo está siendo, por un régimen mucho menos hipócrita, aunque no por ello más generoso; por un régimen de una franqueza escalofriante.
Temo que será terrible para Colombia, pero su única y no desdeñable virtud es que será mucho más breve. Los poderes y los intereses que se han tomado el poder en Colombia, no sólo con el aplauso de la vieja élite y con la aclamación de los medios, sino con el clamoroso beneplácito de buena parte de la sociedad, no dejarán posiblemente en pie ninguna de las pocas virtudes de la vieja democracia colombiana.
Hay en la historia poderes que vienen por todo; pero, como corresponde a su carácter, terminarán disputándose, unos con otros, los restos del festín de la vieja república.
Y tal vez entonces, por fin, el pueblo siempre excluido, siempre postergado, siempre acallado, ese que supo siempre de qué se trataba, y que no votó nunca, ni se entusiasmó con un carnaval del que sólo le tocaban los huesos, ese pueblo laborioso y escéptico, intuitivo y paciente, sabrá alzar su muchedumbre de voces y construir, por fin, un país respetable.
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