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La estafa de Bernard Madoff, que hasta el momento trepa a US$64.800 millones y es la mayor que haya perpetrado una sola persona, resulta tan escurridiza que el desafío metafísico es una explicación como cualquiera otra.
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Muchos prefieren la alternativa más morbosa de la patología: El título que The New York Times eligió para su perfil del personaje evocaba el primer libro de la serie de Ripley de Patricia Highsmith, “El talentoso señor Madoff”.
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En todos los medios abundan expertos que advierten los rasgos propios de los psicópatas en la sonrisa neutra con que el detenido elude las cámaras o en la monótona insensibilidad con que agradeció ante el juez la oportunidad de enfrentar sus crímenes: la habilidad para manipular y engañar sin sentir remordimiento, un narcisismo que los hace creer con derecho a todo.
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Por último, la básica opción de la avaricia también ha ganado un lugar en la opinión pública: el hombre que de sus modestos orígenes en Queens, donde pagaba US$87 de alquiler por su primer departamento de dos ambientes, terminó por ser dueño de un pent house en el privilegiado Upper East Side de Manhattan, de un yate que navegaba de un lado a otro en la Riviera francesa, parte de dos jets privados y una mansión en Palm Beach, en cuyo Country Club (US$350.000 de cuota de ingreso) reclutó a una buena porción de sus víctimas.
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Por un camino o por otro, se llega a la idea predominante de que Madoff se sentía Dios. El terror que sus manías obsesivas causaba a sus empleados es materia de leyenda, como su ascenso desde una juventud de estudiante de Derecho e instalador de sistemas de riego para jardines a la plateada madurez de asesor financiero codiciado entre los ricos.
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Se jactaba de no buscar clientes sino de rechazarlos, imponiéndoles un monto mínimo de inversión y negándose a explicar cómo hacía para que, aun en un mercado volátil, sus rendimientos se ubicaran entre el 8 y el 12 por ciento anual. Madoff creía que, como un dios, controlaba los destinos de sus 5.000 clientes.
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Y eso era lo que hacía. Les creó un espejismo de riqueza babilónica y una mañana los despertó en el infierno. Muchas organizaciones filantrópicas han debido cerrar sus puertas y hasta la Fundación para la Humanidad de Elie Wiesel, cuyos US$15 millones administraba Bernard Madoff Investment Securities, se salvó por una ola de solidaridad que repuso el estrago.
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“No creo que otro enemigo haya producido tanto daño en la colectividad judía de los Estados Unidos como este canalla entre canallas”, dijo Wiesel, en alusión a que buena parte de la clientela de Madoff estaba relacionada con las fundaciones benéficas judías —gente como Carl Shapiro o Steven Spielberg— y con los ricos de Nueva York y Miami.
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Al gran historiador Simon Schama le incomoda que se identifique a Madoff como judío, cuando nadie caracteriza como católico a Carlo Ponzi, el estafador italiano de comienzos del siglo XX, cuya famosa pirámide para multiplicar dinero vacío fue el artificio que inspiró a Madoff. Todas sus víctimas pertenecían a la colonia italiana más devota de Boston. Les infundió una confianza ciega en 1920 y pocos meses después las dejó en la miseria.
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El ardid de Ponzi era tan simple como el propio Ponzi, un inmigrante que lavaba platos en Canadá, donde cayó preso por falsificar la firma en un cheque, y luego le escribió a su mamá que se quedaría algún tiempo en Quebec porque había conseguido empleo como asistente del director de una cárcel. En su delirante imaginación, Ponzi creyó que podía dar el gran salto de pobre a millonario gracias a una idea que lo reveló como un genio ante sí mismo: acumular sellos postales internacionales que costaban nada en las monedas europeas devaluadas tras la Gran Guerra y venderlos luego en la próspera América.
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Sus fotografías en la prensa reflejaban una convincente respetabilidad: traje con chaleco, sombrero de fieltro y bastón de puño dorado. Cuando el volumen de dólares que le confiaron superó abrumadoramente el valor de los sellos postales circulantes, se supo que Ponzi había comenzado a pagarles a los viejos inversores con el dinero de los nuevos. El esquema de la pirámide acababa de nacer.
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A diferencia de Ponzi, quien creyó hasta la muerte que su idea era la madre de un negocio casi perfecto, que había fracasado sólo por la falla de un engranaje menor, Madoff supo siempre que su fondo de inversión era un colosal engaño, pero estaba convencido de que, cuanto más redoblara la apuesta, más seguros se iban a sentir los inversores. Estaba creando, como alguna vez les dijo a sus contertulios de Miami, “una telaraña mejor que la de Dios”.
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Cuando Ronald Reagan llegó a la Presidencia en 1981, Madoff llevaba 20 años construyéndose una reputación en Wall Street y adulando en Washington a las autoridades reguladoras del mundo financiero. Echó entonces por la borda una carrera que los banqueros respetaban y comenzó su plan de defraudación. Dejó de comprar y vender valores para ganar la diferencia y, bajo la inspiración de Ponzi, cumplió sus promesas de alto interés anual pagando a los viejos inversores con fondos de inversores frescos. Su estatura se agigantó en una década y la bolsa electrónica, Nasdaq lo recibió con orgullo como director. Hasta entonces, Madoff era el único que se dormía sabiendo que en cualquier momento la pirámide iba a derrumbarse. Sólo ignoraba si estaría vivo cuando sucediera. Eso cambió en algún momento del año 2000.
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El autor del inminente primer libro sobre Madoff, Harry Markopolos, trabajaba entonces como broker y sus jefes le recomendaron imitar al genio que se llevaba los mejores clientes. Markopolos estudió la contabilidad pública de aquel triunfador y descubrió dos cosas: que en el índice internacional de Standard & Poor no estaba disponible la cantidad de valores que Madoff decía comerciar (así como no había tantos sellos postales en los años de Ponzi) y que inclusive dando por buena esa fantasía, jamás se podía llegar al porcentaje de rendimiento que declaraba Madoff.
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Desde ese momento Markopolos vivió para denunciar el fraude. En 2001 colaboró con el periodista económico Michael Ocrant (ahora coautor de su libro) en un informe para una publicación destinada a inversores, que no interesó a lector alguno. Cuatro años más tarde envió una denuncia de 19 páginas, con modelos matemáticos que probaban la estafa, a la Securities and Exchange Commision (SEC), la agencia que regula el mercado de valores. La denuncia de Markopolos fue arrojada a la basura.
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Si no fuera porque otros efectos de la falta de regulación alumbraron la gran crisis financiera, quizá Markopolos habría seguido luchando en vano contra el viento mientras Madoff ordenaba nuevos trajes a Kilgour, la exclusiva sastrería de Savile Row, en Londres, y dejaba US$200 en la barbería Everglades de Palm Beach por un corte de pelo, una afeitada y el arreglo de las uñas de pies y manos.
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Pero hizo el pánico que algunos clientes quisieran retirar US$7.000 millones y la pirámide se vino abajo en un suspiro. Presumiblemente para proteger a su familia —sus hijos, Mark y Andrew, que lo entregaron; su mujer, Ruth, ante todo; su hermano, Peter— Madoff se declaró culpable de 11 cargos que se pagan con 150 años de cárcel. Le costará acostumbrarse a no fumar un Davidoff cuando se le antoje. Aun después de que la justicia había congelado sus bienes, firmó cheques millonarios y distribuyó entre sus amigos los carísimos relojes que coleccionaba.
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Tres meses después de que empezaron a revelarse los detalles de la estafa, la personalidad de Madoff seguía siendo insondable. En la fiesta de fin de año de su empresa, les deseó a sus empleados felicidad y prosperidad cuando ya sabía que iba a entregarse y que les había vaciado los ahorros.
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En esa carcajada trágica sólo se puede leer lo que dice el rabino Gafner: un desafío a Dios. Creyéndose insuperable e intocable, Madoff tejió una telaraña con la que pudo arrinconar a la humanidad en el infierno y salir de allí sin quemarse.
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