Para la sinrazón absoluta, para la equivocación sin atenuantes reserva nuestro idioma la palabra disparate. Disparatado será entonces el que incurre en estos yerros o en uno solo, pero de tamaño superlativo. Sin embargo, cuando empezamos a dudar de todo, guiados por el gran maestro de la filosofía moderna, incluimos el disparate en nuestro repertorio de metódicos escepticismos.
La cuestión se nos volvió apasionante cuando vimos incursos en frecuentes desvíos de este tipo a los precursores de toda la cultura occidental. Que los griegos, los mismos que enseñaron con Pitágoras la Matemática y con Euclides la Geometría, los de la Mayéutica Socrática y de la lógica Aristotélica, se complacieran en crear centauros, y esfinges y euménides, nos puso en una pista interesante. Porque se trata nada menos que de penetrar en el fondo del disparate para encontrar las razones que oculta, la fuerza que lo anima, el sentido que le da vida.
Cuando supimos de la decisión de dos conjueces nombrados por el Consejo Nacional Electoral para asunto que nunca pudimos entender a derechas, nos pareció todo aquello un majestuoso disparate. Todo aquello, empezando por la composición misma del Consejo Nacional Electoral, que no se le puede ocurrir sino a constituyentes colombianos. Porque darle cierto carácter de juez a los que por definición expresa representan a los partidos, es una tontería excelsa. Que remata cuando en un cuerpo colegiado de nueve no mandan cinco, sino seis. Lo que significa que cuatro hacen la más inverosímil mayoría que jamás pudo existir.
Cuando a propósito del Referendo se dividió el Consejo en esa fatídica proporción de cinco contra cuatro, se dedicaron los magistrados de la disparatada Corte a resolver el disparate.
¿Cómo encontrar dos tercios de votos para tomar una decisión? Parece que vino el matemático del grupo y les dijo que si a nueve sumaban tres quedaban 12 y que las dos terceras partes de 12 serían ocho. Así que pusieron manos a la obra y eligieron tres conjueces. Pero como son conjueces de jueces parcializados, es decir, de partidos, también llevaban esa tacha implícita. Y dividiéndose como se dividieran, habría de suceder que muy difícilmente los tres nuevos se sumarían a los cinco de la mayoría antigua.
Ante este nuevo problema, tomaron un mejor camino. Y fue decirles a los tres que hicieran lo que les viniera en gana. Y lo hicieron por mayoría simple, es decir, de dos contra uno, siendo este solitario, por mandato de la suerte, el que coincidía con la mayoría de los cinco. De modo que ganaron los cuatro, que se alzaron con el santo y la limosna.
Pues la limosna y el santo son nada menos que el Referendo reeleccionista. Los conjueces cometieron el disparate enorme, inocultable, apabullante, de decidir lo que ni siquiera hubieran podido hacer quienes les cedieron el poder. Y decretaron la nulidad de la recolección de las firmas, que vale tanto como decretar la nulidad de la ley que aprobó el Referendo.
Son tantos los atropellos a la razón que en esa decisión se envuelven, que no se sabría por dónde empezar, ni por dónde terminar su análisis. Pero recordemos la espantable lógica que se oculta en los disparates mayúsculos. Y es que los dos conjueces lo desafían todo para que se pierda lo que más falta le hace al Referendo, que es el tiempo. Y tiempo no habrá para buscarle remedio judicial a semejante locura. Por donde se ve que los disparatados no son los conjueces, ni la minoría del Consejo Nacional Electoral, ni la oposición. Disparatada la mayoría que no comprendió el disparate que es aquel Consejo y el disparate que puede producir a la hora de resolver las cuestiones más serias. Así quedó consumado el más cuidadoso y costoso disparate de nuestra Historia
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