ENEMIGOS PÚBLICOS, LA PELÍCULA de Michael Mann sobre John Herbert Dillinger, el célebre asaltante de bancos nacido el 22 de junio de 1903 en Indianapolis, recibió una enorme publicidad desde varios meses antes de su estreno en Los Ángeles, a fines de junio.
Muchos críticos la imaginaban, antes de verla, como el punto de partida de otra sucesión de obras maestras del cine negro semejante a la que, llevada de la mano por actores duros y recios como James Cagney, Edward G. Robinson y Humphrey Bogart, dio al cine de Hollywood un lenguaje inimitable y creó personajes a la vez siniestros y conmovedores. Una de esas joyas precursoras, El enemigo público, fue dirigida en 1931 por William Wellman y suele ser citada por Martin Scorsese como ejemplo de gran cine.
Esta obra de 2009 no es ejemplar ni, menos aún, el Poema del Crimen Americano que propone el semanario The New Yorker. Tiene una epopeya trágica para contar y la cuenta con innecesaria complejidad, con demasiados relámpagos de ametralladoras Thompson y un lenguaje espasmódico, acelerado por el frenético montaje.
Los espectadores que conocen el cine inteligente de Mann (Manhunter, Collateral) tienen derecho a pensar que ese exhibicionismo no puede ser gratuito sino que quizás encubre alusiones al pasado reciente.
En 2009 como en 1933 —el año en que comienza la historia narrada por la película— la codicia de los financieros de Wall Street ha hecho estragos en la economía mundial y ha llevado a los Estados Unidos a una depresión difícil de remontar. Los gángsters prosperaron desde mediados de los años 20 al amparo de la prohibición alcohólica, de la especulación en la Bolsa y de la corrupción oficial consentida por las administraciones sucesivas de los presidentes Harding y Coolidge.
En los 30, el mediocre presidente Herbert Hoover trató de conjurar la ira popular contra los banqueros mientras el providencial Franklin D. Roosevelt iba rescatando muy lentamente de las calles a las miles de familias miserables y sin trabajo dejadas por los especuladores, los comerciantes quebrados y los contrabandistas.
Sin ese caldo de cultivo, Dillinger no habría sido posible. Su actividad criminal fue breve, de apenas 14 meses y tuvo su origen en un robo de US$50 a un almacenero de barrio. Condenado a excesivos nueve años de reclusión, pasó casi todos ellos en la cárcel estatal de Indiana, donde aprendió los puntos débiles que tenían los sistemas de seguridad de los grandes bancos y creó lazos de confianza con los hombres que se unirían a su pandilla.
No bien fue liberado bajo palabra en mayo de 1933, Dillinger emprendió una entusiasta carrera de asaltante. Entraba sin violencia a los bancos de las fértiles praderas donde los granjeros depositaban sus ganancias y se retiraba sin dejar heridos. La gente aplaudía esas hazañas, deslumbrada por la creencia —falsa— de que Dillinger repartía entre los pobres sus riquezas.
Tenía el aspecto de un caballero a la vez elegante y salvaje cuando conoció a la que sería el amor de su vida, Evelyn Frechette, una belleza morena con ascendientes indios y franceses, que sólo aspiraba a ser feliz en alguno de los paraísos con los que soñaban los americanos silvestres de esos años: Cuba, Miami, Río.
Las ilusiones de un futuro próspero lanzaron a Dillinger a un frenesí de asaltos, que culminó con el robo del arsenal de la policía en Auburn, Indiana. Un oficial fue asesinado en una de las fugas, y el propio Dillinger, atrapado, fue a dar a la prisión de Crown Point, Indiana.
En un trozo de madera o una barra de jabón —jamás se supo— talló una pistola con la que amenazó a los guardias y salió por la puerta principal. La hazaña, que lo convirtió en un mito nacional, está contada en Enemigos públicos con tantos arabescos que al espectador le cuesta entender lo que pasa.
Demasiado tarde, Hoover creó un Buró de Identificación Criminal, a cuyo frente puso a su hermano, J. Edgar, quien compone en la película un personaje tan antipático y autoritario como el de la vida real. El Buró se amplió hasta convertirse en el poderoso FBI de ahora, con centrales de escuchas telefónicas ilegales, registros nacionales de huellas dactilares, más todas las armas y los automóviles veloces que la justicia federal requería.
Hoover encomendó la oficina de Chicago a Melvin Purvis (el glacial Christian Bale), un oficial obsesivo que convirtió en prioridad nacional la caza de Dillinger “vivo o muerto”. Los diarios sensacionalistas repetían su foto de frente y de perfil; en los cines se proyectaban esas imágenes, instando a los espectadores a mirar a izquierda y derecha para identificarlos y denunciarlos de inmediato.
La propaganda de Hoover confirió a Dillinger el rango de enemigo público número uno antes aún de su hazaña mayor, el robo de una pequeña fortuna en el First National Bank del Este de Chicago.
En los días que siguieron, uno de los secuaces de Dillinger fue atrapado por Purvis y torturado con una crueldad de la que no se ahorran detalles en la película. Poco después, la que caía era Evelyn Frechette, a la que también interrogaron con saña. Dillinger no la volvió a ver.
Sólo hacia el final se vuelven más claras las semejanzas entre la Depresión y los colapsos éticos de este Tercer Milenio, los abusos precursores de J. Edgar Hoover y los horrores de Abu Ghraib y Guantánamo. Pero entonces ya la distancia y la falta de emoción con que Mann ha dibujado sus personajes, destroza el paralelo entre las épocas y transforma la película en un mero despliegue narcisista.
Pocas veces el cine tiene ocasión de encontrarse con un personaje tan rico como Dillinger, convertido en ícono popular por la elegancia de sus fugas y por su salvaje atractivo sensual. Johnny Depp lo transmite con demasiada sofisticación y sin misterio de personajes.
Uno de los detalles biográficos que refuerzan el valor simbólico de Dillinger es su muerte, a la salida del cine Biograph de Chicago al que acude para ver Manhattan Melodrama, otra joya del cine negro con Clark Gable, Dick Powell y Myrna Loy. Mediante un sabio y melancólico montaje, Michael Mann convierte el destino fatal de Dillinger y el resignado mutis de Gable hacia la silla eléctrica en la metáfora de toda una época que se despide. Es el mejor momento de Enemigos públicos y el único en el que se derrite el hielo de su lenguaje.
* Escritor y periodista argentino
Muchos críticos la imaginaban, antes de verla, como el punto de partida de otra sucesión de obras maestras del cine negro semejante a la que, llevada de la mano por actores duros y recios como James Cagney, Edward G. Robinson y Humphrey Bogart, dio al cine de Hollywood un lenguaje inimitable y creó personajes a la vez siniestros y conmovedores. Una de esas joyas precursoras, El enemigo público, fue dirigida en 1931 por William Wellman y suele ser citada por Martin Scorsese como ejemplo de gran cine.
Esta obra de 2009 no es ejemplar ni, menos aún, el Poema del Crimen Americano que propone el semanario The New Yorker. Tiene una epopeya trágica para contar y la cuenta con innecesaria complejidad, con demasiados relámpagos de ametralladoras Thompson y un lenguaje espasmódico, acelerado por el frenético montaje.
Los espectadores que conocen el cine inteligente de Mann (Manhunter, Collateral) tienen derecho a pensar que ese exhibicionismo no puede ser gratuito sino que quizás encubre alusiones al pasado reciente.
En 2009 como en 1933 —el año en que comienza la historia narrada por la película— la codicia de los financieros de Wall Street ha hecho estragos en la economía mundial y ha llevado a los Estados Unidos a una depresión difícil de remontar. Los gángsters prosperaron desde mediados de los años 20 al amparo de la prohibición alcohólica, de la especulación en la Bolsa y de la corrupción oficial consentida por las administraciones sucesivas de los presidentes Harding y Coolidge.
En los 30, el mediocre presidente Herbert Hoover trató de conjurar la ira popular contra los banqueros mientras el providencial Franklin D. Roosevelt iba rescatando muy lentamente de las calles a las miles de familias miserables y sin trabajo dejadas por los especuladores, los comerciantes quebrados y los contrabandistas.
Sin ese caldo de cultivo, Dillinger no habría sido posible. Su actividad criminal fue breve, de apenas 14 meses y tuvo su origen en un robo de US$50 a un almacenero de barrio. Condenado a excesivos nueve años de reclusión, pasó casi todos ellos en la cárcel estatal de Indiana, donde aprendió los puntos débiles que tenían los sistemas de seguridad de los grandes bancos y creó lazos de confianza con los hombres que se unirían a su pandilla.
No bien fue liberado bajo palabra en mayo de 1933, Dillinger emprendió una entusiasta carrera de asaltante. Entraba sin violencia a los bancos de las fértiles praderas donde los granjeros depositaban sus ganancias y se retiraba sin dejar heridos. La gente aplaudía esas hazañas, deslumbrada por la creencia —falsa— de que Dillinger repartía entre los pobres sus riquezas.
Tenía el aspecto de un caballero a la vez elegante y salvaje cuando conoció a la que sería el amor de su vida, Evelyn Frechette, una belleza morena con ascendientes indios y franceses, que sólo aspiraba a ser feliz en alguno de los paraísos con los que soñaban los americanos silvestres de esos años: Cuba, Miami, Río.
Las ilusiones de un futuro próspero lanzaron a Dillinger a un frenesí de asaltos, que culminó con el robo del arsenal de la policía en Auburn, Indiana. Un oficial fue asesinado en una de las fugas, y el propio Dillinger, atrapado, fue a dar a la prisión de Crown Point, Indiana.
En un trozo de madera o una barra de jabón —jamás se supo— talló una pistola con la que amenazó a los guardias y salió por la puerta principal. La hazaña, que lo convirtió en un mito nacional, está contada en Enemigos públicos con tantos arabescos que al espectador le cuesta entender lo que pasa.
Demasiado tarde, Hoover creó un Buró de Identificación Criminal, a cuyo frente puso a su hermano, J. Edgar, quien compone en la película un personaje tan antipático y autoritario como el de la vida real. El Buró se amplió hasta convertirse en el poderoso FBI de ahora, con centrales de escuchas telefónicas ilegales, registros nacionales de huellas dactilares, más todas las armas y los automóviles veloces que la justicia federal requería.
Hoover encomendó la oficina de Chicago a Melvin Purvis (el glacial Christian Bale), un oficial obsesivo que convirtió en prioridad nacional la caza de Dillinger “vivo o muerto”. Los diarios sensacionalistas repetían su foto de frente y de perfil; en los cines se proyectaban esas imágenes, instando a los espectadores a mirar a izquierda y derecha para identificarlos y denunciarlos de inmediato.
La propaganda de Hoover confirió a Dillinger el rango de enemigo público número uno antes aún de su hazaña mayor, el robo de una pequeña fortuna en el First National Bank del Este de Chicago.
En los días que siguieron, uno de los secuaces de Dillinger fue atrapado por Purvis y torturado con una crueldad de la que no se ahorran detalles en la película. Poco después, la que caía era Evelyn Frechette, a la que también interrogaron con saña. Dillinger no la volvió a ver.
Sólo hacia el final se vuelven más claras las semejanzas entre la Depresión y los colapsos éticos de este Tercer Milenio, los abusos precursores de J. Edgar Hoover y los horrores de Abu Ghraib y Guantánamo. Pero entonces ya la distancia y la falta de emoción con que Mann ha dibujado sus personajes, destroza el paralelo entre las épocas y transforma la película en un mero despliegue narcisista.
Pocas veces el cine tiene ocasión de encontrarse con un personaje tan rico como Dillinger, convertido en ícono popular por la elegancia de sus fugas y por su salvaje atractivo sensual. Johnny Depp lo transmite con demasiada sofisticación y sin misterio de personajes.
Uno de los detalles biográficos que refuerzan el valor simbólico de Dillinger es su muerte, a la salida del cine Biograph de Chicago al que acude para ver Manhattan Melodrama, otra joya del cine negro con Clark Gable, Dick Powell y Myrna Loy. Mediante un sabio y melancólico montaje, Michael Mann convierte el destino fatal de Dillinger y el resignado mutis de Gable hacia la silla eléctrica en la metáfora de toda una época que se despide. Es el mejor momento de Enemigos públicos y el único en el que se derrite el hielo de su lenguaje.
* Escritor y periodista argentino
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