PUÑALADA TRAPERA


El proceso contra el coronel Alfonso Plazas Vega ha estado colmado de imprecisiones, mentiras, testimonios falsos y documentos apócrifos. Más que una cuestión judicial, esto se ha mostrado como una cuenta de cobro política ¿De quién?

Parecería que algunos sectores de la izquierda que otrora estuvieron vinculados con el M-19 tienen un desaforado interés en hacer que Plazas Vega se pudra en la cárcel por un delito que claramente no cometió.

Se ha demostrado hasta la saciedad que él no tuvo control sobre las personas que salieron vivas del Palacio de Justicia. Su función consistió en combatir a los terroristas que asaltaron el edificio. Las personas rescatadas de ese infierno fueron conducidas a la Casa del Florero, donde eran identificadas por parte de la inteligencia militar.

Un interrogante elemental recorre este episodio: ¿Cómo alguien que estaba embutido en un tanque de guerra dándoles bala a los terroristas podía, al mismo tiempo, estar presente en la identificación de los sobrevivientes, procedimiento que se realizó en una edificación ubicada a más de 100 metros de distancia?

Quienes no creen en la inocencia de Plazas, aseguran que en su contra pesan testimonios de personas que supuestamente tuvieron conocimiento de las órdenes impartidas por él para torturar y asesinar a los empleados de la cafetería del Palacio.

Veamos la catadura de los supuestos testigos para hacernos una idea de quiénes son ellos. El primero fue un tal Ricardo Gámez Mazuera, quien dijo que era policía y que había participado en las operaciones de recuperación del Palacio. Una investigación de la Procuraduría en 1989 reveló que era imposible que Gámez hubiera hecho parte de dicho operativo, por cuanto había sido destituido de la Policía Nacional en 1979, ¡seis años antes de la toma!

La trapisonda debía continuar y entonces, como por arte de magia, apareció otro gran testigo, quien se presentó como cabo del Ejército. Firmó su declaración con el nombre de Édgar Villarreal. Al hacer la elemental comprobación en los archivos castrenses, se encontró que efectivamente el cabo se llamaba Édgar, pero Villamizar, no Villarreal. ¿Por qué el testigo cambió su apellido?

Y así me gastaría todas las páginas de esta edición de El Espectador narrando las infinitas irregularidades y falacias que se han descubierto en el proceso judicial contra Plazas Vega, un hombre impecable, un ciudadano ejemplar que se jugó la vida como pocos para salvar a Colombia del golpe de Estado que querían dar los terroristas del M-19, cumpliendo un mandato de su verdadero jefe, cerebro y financiador, Pablo Escobar.

La Procuraduría descubrió el maremágnum de inconsistencias y por eso pidió que se absolviera al imputado. No hay una sola prueba que permita siquiera pensar que Plazas obró ilegalmente. Él combatió con hombría a los salvajes, cumpliendo órdenes de sus superiores. Era su deber “mantener la democracia” que los antisociales querían dinamitar.

Pero faltaba la puñalada trapera. Tenían que poner a bailar a los Estados Unidos y emanó de la cantonera un “informe del Departamento de Estado” en el que se indica que Plazas y otros militares son los autores de las muertes de los civiles del Palacio de Justicia. Esa es una mentira miserable que busca limpiar la cara del asesino: el M-19.

El documento sí existe, pero se trata de un memorial redactado por una ONG que fue remitido a la Embajada de los Estados Unidos en Bogotá. El entonces embajador de ese país, Curtis Kamman, se limitó a reenviarlo a Washington, aclarando que no se trataba de un documento elaborado por la Misión diplomática.

Un observador desprevenido se preguntaría: ¿Por qué quieren condenar a Plazas Vega al costo que sea? ¿Por qué tanto afán de cerrar el caso? ¿Habrá interés de salvar a alguien? La historia se encargará de respondernos.

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